Relatos

CUENTO DE NAVIDAD (Camposolillo, 1952-1953)

27/11/05

Norka Martín

Serian más o menos las seis de la tarde del día 5 de enero de 1953. Afuera nevaba y dentro, en la cocina y al amor de una estupenda " lumbre de abajo”, los dos hermanos de cuatro y siete años, soñaban con que esa noche, los Reyes Magos les traerían las naranjas, las castañas y la tableta de chocolates “el Mago”, porque habían sido buenos… Como pedir, pedir, no habían pedido nada pero… el niño confiaba en que los Reyes recordaran la promesa que le habían hecho el año anterior, y le trajeran un tren… y la niña estaba segura de que los reyes tendrían noticias de la tragedia que había sufrido , a primeros de diciembre, la muñeca que le habían traído el año anterior, que “se la había llevado un perro en la boca…” En esas estaban, cuando entró del corral su madre con un “brazao” de leña y cubierta de nieve, diciendo : ¡que estropajos! Va a caer una nevada que no se si van a poder llegar los Reyes… los niños se miraron preocupados y siguieron, al calor renovado de la “lumbre de abajo”, soñando y esperando que llegara el momento de irse a la cama con la seguridad de que la nevada no podría impedir que sus Majestades cumpliesen su labor….

Y así, pegaditos al ladrillo caliente y las ilusiones bien prietas entre sus manos, subieron las escaleras y se metieron en sus camas no sin antes colocar, en el gran alfeizar de la ventana, sus zapatillas de cuadros y echar una última mirada al cielo para ver si la gran nevada que había avanzado su madre era cierta… y …un ¡¡¡la nieve cubría ya el pozo, no podrían llegar…, aunque bien pensado, eran los reyes Magos… claro que vendrían¡¡¡

¡¡¡Y vinieron!!! Allí estaba todo… las castañas, el chocolate, las naranjas, algún TBO y… EL TREN… Y LA MUÑECA… igual que la del año anterior pero vestida de diferente forma…; se miraron incrédulos y a la vez miraron por la ventana, y lo que vieron les dejo aún más atónitos si cabe: la nieve llegaba a la altura de la ventana (un primer piso) y su blancura se rompía por unas enormes huellas que se perdían de vista… los camellos…

Con los pies descalzos y los brazos llenos, bajaron las escaleras gritando: han venido!!!, han venido!!!

Y de nuevo en la cocina y al amor de la estupenda “lumbre de abajo”, con las manos llenas de ilusión y a trompicones trataban de explicar cómo, no solo habían venido los Reyes Magos, sino que además estaban sobre la nieve las pisadas recientes de los camellos…VAYA SI HABÍAN VENIDO…!!!!!!!!!!!!!

 

DE TEJONES, GAMUSINOS Y ALGUNAS OTRAS PICARDÍAS

12/09/05

Eusebio Toral

El tejón (Meles meles) es un mamífero de la familia de los mustélidos del tamaño de un perro mediano pero con las patas más cortas y unas garras largas y muy afiladas que dejan una huella muy característica en los suelos por donde pasa..

Hoy es una especie protegida porque se encuentra en peligro de extinción, pero en los años 50 era considerada una especie a perseguir por su capacidad de causar grandes destrozos en campos sembrados de cereales y legumbres y particularmente en los garbanzales cuando existen.

El tejón, que habita en monte bajo, entre matorrales y zarzas donde excava sus subterráneas madrigueras y obtiene su alimento, es un animal de vida nocturna permaneciendo durante el día escondido en su guarida. Su nocturnidad es tan notoria que incluso de noche evita salir si hay luna llena. Sus salidas a los sembrados sólo se producen cuando en su habitat le escasea el alimento.

Su vida amorosa es muy singular. Para empezar son monógamos y especialmente fieles a su pareja. En sus apareamientos - ¡cuya duración sobrepasa frecuentemente una hora! - la hembra suele mostrar una apariencia displicente y pasiva mientras el macho, muy activo, la arrulla y acaricia con mimo. Esta función suele ser realizada en la madriguera y sólo en raras ocasiones sucede en el exterior.

El pelo de tejón era muy apreciado para ciertos usos, particularmente pinceles y brochas de afeitar. Todos a los que nos salió la barba en los años 50 hemos disfrutado enjabonándonos la cara con una brocha de pelo de tejón.

Es bien sabido que cazar cualquier animal es una ardua tarea que se simplifica si sabemos cuales son sus costumbres más elementales, tales como comer, beber o aparearse y le acechamos en los lugares donde habitualmente las lleva a cabo.

Con todo, debe de quedar claro que no es el dar una lección de Zoología lo que me incita a escribir sobre este curioso mustélido aunque se hace necesario una breve descripción del mismo amén de sus usos y costumbres para adentrarnos en la narración de una experiencia singular vivida en Camposolillo: La caza del tejón que tenía que hacerse en las plantaciones donde su presencia se había evidenciado y en noches nubladas o de muy poca luna.

Era un verano de los años 50. En la cantina de Camposolillo se comentaban los destrozos que un día uno y otro día otro observaban en este o aquel cultivo y que tanto por las características del propio destrozo como por las huellas descubiertas permitían asegurar sin ningún género de dudas que eran uno o más tejones los causantes. La cosa era tan grave que el Presidente – entonces lo era Vitorino-, convocó concejo un domingo a la salida de Misa y allí, a la sombra del negrillo, acordaron los vecinos dar una batida al tejón en la vega baja justo en el tramo comprendido entre la carretera y el Camino de la Canal.

Se escogió una fecha teniendo en cuenta que la luna se encontrase muy menguada para incrementar las posibilidades de que el tejón se animase a salir. De modo que, llegada la fecha y caída ya la noche, una nutrida representación de los hombres de Camposolillo, acompañada de sus perros se pusieron en marcha. Los niños teníamos prohibida la asistencia; en parte por lo intempestivo de la hora pero, sobre todo, por la legendaria agresividad de los tejones cuando de defender su vida se trataba.

Los días precedentes, los niños estábamos inquietos, fabulando sobre los peligros de aquella anunciada batida, de forma que juntando lo que a uno le había contado su padre, con lo que otro había escuchado no se sabe donde y sobre todo, con el aderezo de la imaginación infantil habíamos llegado a componer una especie de película de terror semejante a las del hombre lobo que tantas pesadillas nocturnas nos causaban.

La batida consistió, según supimos después, en rastrear alineados, los campos en cuestión mandando los perros por delante, los cuales, descubierto el tejón se enzarzaron con él en una sangrienta pelea a cuyo escenario acudieron los hombres provistos de palos y estacas dando de esa forma muerte al tejón. Aunque la escena parezca brutal, la oscuridad reinante, apenas aliviada por los destellos de alguna linterna, hacía imposible, por inútil, el uso de armas de fuego o cualquier otro procedimiento alternativo.

Sin embargo, lo que sí pudimos ver los niños con nuestros propios ojos al día siguiente, fue la carnicería causada por el tejón, que se cobró la vida de un perro amén de dejar en muy lastimoso estado a otros cuantos.

El cuerpo del tejón, convenientemente desollado, fue junto a las caricias de los amos el premio recibido por los perros, mientras que la piel fue vendida al pellejero sirviendo el dinero recibido para sufragar unas rondas en la cantina.

Aquí termina el relato de la caza del tejón y comienza el de otra alimaña menos conocida y de la que no dan excesiva cuenta los manuales de Zoología y Ciencias Naturales al uso.

Resultaba que para resarcirnos de nuestra imposibilidad de haber concurrido a la batida del tejón, unos mozos de Camposolillo - por desgracia ya no están entre nosotros – tuvieron la “amabilidad” de procurarnos la asistencia a otra aventura tan sugestiva, en principio, como la del tejón: La caza del “gamusino”.

Recuerdo que nunca nos explicaron demasiado bien como era y que puntos calzaba tan enigmático animal. Apenas unas breves referencias a que su tamaño era similar al del erizo y que había que cazarlo vivo para después sacrificarlo y pegarse una merendola de padre y muy señor mío ya que, además, parece que dicho animal tenía una carne sabrosísima. Los muy tunantes, estimularon además nuestro espíritu competitivo, estableciendo un premio – cuya consistencia jamás se nos explicó – para aquel que más gamusinos trajera porque, y aquí estaba la parte más peculiar de la cacería, nuestra misión era la de portar un saco cada uno en el que ellos irían echando los gamusinos que fueran cazando, trayendo a nuestras costillas, de regreso, el saco cargado con los gamusinos. Así cuantos más gamusinos se trajeran en el saco, más pesaría éste y más fuerte y viril se sentiría su porteador, con lo cual, los muy ladinos se aseguraban que el saco sería transportado sin rechistar aunque nos estuviera partiendo el espinazo. Y bien que nos indicaban que mantuviéramos el saco bien cerrado pues si lo abríamos podía escaparse algún gamusino y atacarnos con grave peligro para la integridad de nuestras vidas con lo que controlaban nuestra lógica y presumible impaciencia por ver cuanto antes el aspecto de nuestras presas.

Ni que decir tiene que la cacería resultó un enorme éxito y que nosotros, despistados rapazuelos, colaboramos en todo y volvimos al pueblo contentos de lo bien que se habían dado las cosas a juzgar por el peso que arrastrábamos en aquellos sacos.

Ya podéis imaginaros, a estas alturas del relato, la cara de desolación – ¡y de mala leche también! – que se nos quedó cuando al llegar y después de pesar cada saco para determinar quien había sido el ganador, los vaciamos y pudimos comprobar la verdadera y pétrea naturaleza de aquel singular animal., aunque aquello no fuera nada comparado con la coña marinera que se trajeron los mozos con nosotros los días siguientes; hasta hubo alguno que al año siguiente todavía nos recordaba la epopeya.

Y no quisiera terminar el relato, verdadero como la vida misma, sin referirme a un curioso aspecto de la cuestión: ¿De dónde podría provenir el nombre de “gamusino”?. Pues bien, como ocurre tantas veces en la historia de un lenguaje, es el pueblo llano el que se adelanta a las instituciones de forma tal que, hasta 1956, la Real Academia de la Lengua Española, aquella que según reza su leyenda “limpia, fija y da esplendor al lenguaje” no tenía registrado el vocablo gamusino y sólo fue a partir de entonces cuando se incorporó el término al Diccionario con el siguiente significado:

Gamusino: Animal imaginario con el que se embroma a los novatos.

Digo yo que, más claro, el agua...

 

EL TRASGO

22/03/05

(Eusebio Toral)

Durante el verano, el cielo nocturno de Camposolillo era –y estoy seguro de que sigue siendo-, uno de los espectáculos más fascinantes que he conocido. La contemplación del cielo en noche despejada y estrellada, grandiosa desde cualquier lugar, se volvía fantástica si la observación era realizada desde un promontorio adecuado. Por promontorio adecuado, estoy queriendo decir una loma con vegetación suficiente para albergar una intensa vida animal y suficientemente alejada del pueblo y de la carretera para que su tranquilidad no se vea turbada por ruidos inoportunos. Cualquier punto de la cuesta adyacente al Camino de la Canal – y más aún si subes a La Praderona –, pueden cumplir esta condición.

La observación del cielo de Camposolillo en esta época veraniega permitía distinguir a simple vista toda la Vía Láctea y las estrellas más importantes. Los que sabían algo del tema identificaban con claridad todo tipo de constelaciones y estrellas. Este espectáculo capaz de transmitir la mayor sensación de paz interior y de reconciliación con la naturaleza y su Creador (y que aquí ponga cada uno lo que crea o niegue) se llenaba de dinamismo, casi a diario, con la presencia de estrellas fugaces, cometas, lágrimas de San Telmo y demás fenómenos galácticos, que hoy día se anuncian en los medios de comunicación invitando a la gente a subirse a azoteas y tejados provistos de catalejos y toda clase de ingenios de la óptica y que entonces nos era dado disfrutarlos, nunca mejor dicho, como llovidos del cielo.

Pero el espectáculo no sólo era de luz, sino de luz y sonido, proveniente este último de la incomparable orquesta nocturna de la fauna que habita entre tomillos, zarzas, retamas, urces y hierbas varias compuesta por decenas de especies que van desde los incansables grillos hasta las rumorosas y silbantes culebras, repicadas intermitentemente por los graznidos de algún grajo despistado – que son horas de dormir para ellos – o el de alguna rapaz inquieta por la presencia humana demasiado cerca de sus dominios.

Desde esa posición, además de mirar hacia arriba, también se podía derivar la vista hacia la línea del horizonte y entonces ocurrían – a veces, sólo a veces - cosas inexplicables sobre las que los observadores daban “sus particulares versiones”. Uno de estos fenómenos era “ el trasgo ”. El trasgo era una luz relampagueante y sólo perceptible durante unas décimas de segundo que se dejaba ver por la noche en la zona comprendida entre la mina y la Cueva de los Quesos por un lado y Barbadillo y Pandote por otro (aunque algunos aseguraban haberlo visto en otros lugares). Nunca quedó aclarado el origen de tal fenómeno. Los más incrédulos lo banalizaban atribuyéndolo a visiones alucinógenas de temerosas mujeres; otros lo asimilaban a sucesivos reflejos de relámpagos originados muy lejos y que se proyectaban, nunca se explicó de que forma a través de un entramado de espejos formado por las cortantes paredes calizas de no se sabía bien que montañas; alguno se atrevió a especular con la posibilidad de que fueran destellos producidos por la luz de la luna o las estrellas al reflejarse en las alas de platillos volantes conducidos por extraterrestres; no faltó tampoco quien identificó el fenómeno con descargas de fuegos fatuos a través de las que los difuntos nos enviaban sus más indescifrables mensajes, amén de los que pensaban que podían ser destellos de linternas manejadas por maquis errantes que aprovechaban la noche para desplazarse de incógnito..

Este cúmulo de versiones que alimentaban el fenómeno y disparaban la imaginación también procuraban un cierto morbo, de suerte que al oscurecer todos los que disponíamos de tiempo ocioso merodeábamos por los lugares de aparición frecuente del “ trasgo ” debatiéndonos entre el miedo y la esperanza de toparnos con él y descubrir su misterio.

Una noche me encontraba yo en el Soto (pradera de la margen derecha del Porma que terminaba en la revuelta de la carretera próxima a la Cueva de los Quesos) cuando percibí una luz en la zona. Permanecí atento y unos segundos después – que a mí se me antojaron horas – divisé otra vez la luz, esta vez más próxima a la Cueva de los Quesos. La luz en cuestión aún se me mostró dos veces más en lugares distintos de los anteriores antes de que con el miedo metido en el cuerpo (no tendría más allá de 12 años) percibiera un suave ronquido que progresivamente dio lugar a la aparición de un fuerte haz luminoso.

Cuando, con una mezcla de sobrecogimiento y orgullo, ya pensaba que unos marcianos a bordo de un platillo volante habían elegido ese paraje para posarse y tal vez - ¡quién lo sabría! – yo era el escogido de los dioses para comunicarme con ellos y descifrar el enigma del "trasgo", hete aquí que aparece ante mis ojos un automóvil que fatigosamente subía las cuestas existentes entre Las Cuevas y Camposolillo. Superada mi decepción, pude posteriormente comprobar que, en efecto, en ese recorrido, las luces de los automóviles en sus vueltas y revueltas proyectaban sus haces en diferentes direcciones a través de las montañas apareciéndose y ocultándose caprichosamente.

Pero que nadie crea que eso era la explicación del “ trasgo ” porque mucha gente lo pudo ver sin que más tarde apareciese por allí vehículo alguno, con lo cual, permitidme decíroslo, yo tengo mi propia teoría de lo que era el “trasgo” que es muy simple y os la voy a contar: El “trasgo” sólo es la luz de una linterna celestial que Dios enciende cuando no puede resistir la pena de tener que esperar a que amanezca para volver a deleitarse con la vista de Camposolillo.
¿A que sí?

FIN